miércoles, 26 de agosto de 2015

Hoja en blanco. Escribe. Vale, ¿pero qué? No sé, escribe algo, lo que sea. ¿Por qué? Simplemente hazlo. Ya lo estoy haciendo. Sigue. ¿Cómo? Así, como lo haces, lo haces bien. ¿Seguro? Sí, seguro, con seguridad. Vale.



1. Era tarde.


Era tarde. Oscuro. Hacía frío y casi estaba nevando. Se paró a pensar. ¿Y si tomaba un camino diferente? ¿Y si no volvía a casa? Hacía mucho frío. Decidió que ese no era un buen día para pensar. Era un día para ir a casa y encender la estufa. Estaba a punto de llegar a su casa en El Raval cuando vio, casi sin darse cuenta, a un hombre sentado encima de un cartón en el portal de “La Caixa”. Algunas oficinas cerraban los cajeros por la noche para evitar que los sin techo los ocuparan. Mucho frío. Pasó de largo. Se paró. Pensó. Ese hombre sentado en el portal del banco no podía decidir, no podía pensar en no volver a su casa. No tenía casa. ¿No tenía casa? Mucho frío. Volvió. Se paró pensativo delante del hombre. Lo miró a los ojos buscándose a si mismo. El hombre levantó la mirada del suelo. Se encontró. Un escalofrío recorrió su cuerpo. La tristeza se adueñó de su corazón. Finalmente las palabras surgieron.

- Disculpe, me imagino que no tiene casa... ¿No tiene dónde ir? Esta noche hace demasiado frío para quedarse aquí fuera. 
- No. No tengo nada. ¿Qué quiere?
- Ah, mmm... Lo siento. Lo siento mucho. No quiero nada, perdóneme. – Se quedó pensativo, frío. – Venga a mi casa, por esta noche, no es gran cosa pero le aseguro que se está mejor.
- ¿Cómo dice? ¿Se ha vuelto loco? No me conoce de nada - Le miró de nuevo para asegurarse que no era un psicópata. - Pero... ¿Seguro?
- Sí, seguro, con seguridad.
- Vale.


Ya era tarde para volver atrás, para cambiar de opinión. El hombre no tenía ninguna pertenencia. Dejó atrás el cartón. Caminaron sin decirse nada hasta el portal de su casa. Pensativos. Fríos.

- Es aquí.

Subieron hasta el tercer piso y le acompañó a sentarse en el sofá mientras encendía la estufa.

- Pondré la televisión, me hace compañía. – Hoy tengo compañía, se dijo, tal vez era mejor no poner la televisión, pensó. Demasiado tarde, mientras pensaba la había encendido. - Voy a calentarme un plato de sopa, ¿le apetece?
- Sí, muchas gracias. Muchas gracias, de verdad.
- ¿Quiere ducharse? – Mierda, pensó, ahora creerá que lo digo porque huele mal. – No quería…
- Se lo agradezco enormemente.
- De acuerdo, ahora enciendo el calentador, no se preocupe. ¿Prefiere comer antes o después?
- Después, por favor.
- Perfecto, así iré calentando la sopa y veré qué tengo en el congelador. Venga, por aquí por favor, pero, disculpa, ¿cómo te llamas?
- Blanco, Eduard Blanco.
- Yo soy Vicente.


Vicente buscó algo de ropa cómoda para dejarle a Eduard y se la ofreció junto a una toalla para secarse.

- Póngase esto cuando acabe, estará más cómodo.
- Muchas gracias, de verdad.


Una vez duchado y con ropa limpia el aspecto de Eduard cambiaba bastante. Por un momento Vicente pensó que se podrían enrollar, pero no parecía ser ‘de los suyos’ y también pensó que era muy poco apropiado.

Eduard le dio las gracias de nuevo varias veces mientras cenaban. Hablaron un poco de todo. Los dos se sentían cómodos, los dos necesitaban conversar. Eduard le explicó que llevaba tres meses en las calles de Barcelona, se había quedado sin trabajo hacía más de tres años; sin casa y sin familia hacía tres meses. Le estaban ayudando en Caritas y también en la Fundació Arrels, ‘una gent molt maca’, pero se había discutido con su compañero del piso de acogida hacía tres días y desde entonces dormía en cajeros. La conversación, la historia de Blanco,  le hizo reflexionar profundamente. De alguna extraña manera sanó su tristeza, le marcó fuertemente. Después de cenar, Vicente le mostró a Eduard la pequeña habitación donde podía dormir.

- Mañana es sábado, no tengo nada que hacer, así que se puede levantar cuando guste, no hay prisa.
- Muchas gracias de nuevo.


Vicente apenas durmió esa noche pensando en la realidad de Eduard. No podía evitar compararla con la suya. No podía evitar sentirse mal por aborrecer su vida. Se sentía mal por quejarse constantemente, por querer desaparecer. No se podía quitar a Eduard de la cabeza. Ese hombre, ese desconocido, se había colado en su corazón.



2. Era temprano.


Era temprano. Abrió con sigilo la puerta de la pequeña habitación de invitados y vio a su peculiar invitado durmiendo plácidamente. De nuevo se despertaron ciertas sensaciones en Vicente, pero pronto se las sacudió de la cabeza, pensando que eran muy poco apropiadas.

- Le estoy muy agradecido. Necesitaba dormir. Nadie se ha portado tan bien conmigo desde que me quedé en la calle. – Dijo Eduard cuando se despertó pasadas las diez. - ¿Cómo se lo podría agradecer?
- ¿Cómo? Así, como lo haces, lo haces bien. Viendo que has dormido bien y viendo lo agradecido que estás es más que suficiente. Me he permitido lavarte la ropa que llevabas, espero que no te sepa mal. ¿Quieres un café y una tostada?


Asintió con la cabeza, cabeza que inclinó hacia abajo y giró a un lado para evitar que viera como se le empañaban los ojos y le caía una dulce y triste lágrima. Triste lágrima, que se apresuró a retirar con un gestó un tanto infantil que enterneció aún más a Vicente. No tenía ningún plan para ese día, pero pensó que sería mejor no complicarse la vida y darle alguna excusa para que se fuera después del desayuno. Y así lo hizo. Eduard se fue, no sin antes volver a darle un sinfín de gracias.



3. Pasaron los días.


No se quitó a Eduard de la cabeza en todo el fin de semana. No era apropiado. Mejor no complicarse la vida.

Como cada día cuando salía de su tedioso trabajo, ese lunes, como el viernes anterior, era tarde, era oscuro y hacía frío en la calle, casi estaba nevando. Cuando estaba apunto de llegar a su casa de El Raval, buscó en el portal de “La Caixa”. Nada, nadie. Se paró a pensar. Y volvió a pensar: ¿y si tomaba un camino diferente? ¿Y si no volvía a casa? Aborrecía su vida. Hacía frío. Decidió que ese no era un buen día para pensar, era un día para ir a casa y encender la estufa. Él podía decidir, él podía elegir. Eduard no. Eduard, de nuevo en su cabeza, en realidad no se había ido. ¿No era apropiado? ¿Mejor no complicarse la vida?

No cenó. No durmió. Sonó la alarma a las ocho y media como cada mañana. La apagó. La alarma funcionó, no para despertarle, no dormía, pero de alguna manera lo alertó, lo despertó de esos pensamientos en bucle que no iban a ninguna parte. No iría al trabajo. Iría a la Fundació Arrels.

Allí, aunque lo trataron muy bien, tampoco tenían noticias del bueno de Blanco. Vicente dejó su teléfono por si había alguna novedad. Cogió un folleto decidido a colaborar con la entidad con una aportación regular. En verdad, le encantaría trabajar en una asociación como esa, sabiendo que su trabajo ayudaría a tantas personas necesitadas. Se estimaba que en Barcelona había por aquel entonces unas 1.000 personas sin hogar que dormían en la calle. La situación real era alarmante. En esa Barcelona tan turística del 2015 era fácil ver cada mañana a alguien rebuscando entre la basura de la mayoría de contendores, también se podía ver en la puerta de cada supermercado una persona pidiendo.


Pasaron los días, tres días. Especialmente cuando salía del trabajo, de noche, no podía evitar mirar en los cajeros automáticos. La mayoría de ellos, menos los que estaban cerrados, estaban ocupados por personas que se habían quedado sin hogar, algunas de ellas habían sido embargadas por esos mismos bancos en los que ahora buscaban cobijo. En un cajero de la calle Tamarit contó hasta cinco durmiendo en el suelo. ¿Reunión de vecinos? Pensó irónicamente y se echó a reír en medio de la calle. Fue como si su gran amigo Mario Ditifet, otro ravalero de cuento, se hubiera colado en su cabeza. ¡El gran Mario Ditifet! ¿Cómo habría continuado él esta historia?

Esa misma noche le llamó. Era viernes, justo hacía una semana desde que se había encontrado a Eduard en el banco.

- Mario! Titu! Com estàs?- Jo bé marica, i tu? Fa molt que no em dius res…
- Doncs mira un poco agobiao…
- ¿Qué pasa? Fem una birra?


Le explicó la historia con pelos y señales.

- No sé qué hacer Mario… No puedo dejar de pensar en él…
- Pues sal a buscarlo.
- Ya lo estoy haciendo.
- Sigue.

- Es que me está consumiendo esta historia, no sé qué me pasa…
- ¿No necesitabas algo nuevo en tu vida? Doncs aquí ho tens!
- No sé…


Esa noche acabaron en la Metro, una discoteca decadente que sorprendentemente nunca dejaba de pasar de moda. Como de costumbre Mario desapareció sin más y Vicente, acostumbrado a no ligar y abrumado por tantas miradas, apenas tardó en salir de allí.



4. Pasaron los meses.


Pasaron unos tres meses. Vicente ya no pensaba tanto en Eduard, pero aún seguía mirando en el interior de los cajeros, buscando una cara conocida.

Una noche paseando a Mylo, el perro de Mario, Vicente vio como unos tres hombres se colaban en los jardines del CAP Raval Nord, seguramente para pasar allí la noche, y le pareció que uno de ellos era Eduard. Le llamó, pero nadie respondió. Lo miraron y lo ignoraron, siguieron colocando sus cosas, sus cartones, para pasar la noche protegidos. Pensó en preguntarles por Eduard, pero no se atrevió. Le dio miedo. Se sintió mal por pensar que aquellos tres hombres le podían hacer algún daño. Ya casi no pensaba en Eduard. Esos tres hombres tenían un nombre, una historia que contar. Hacían piña entre ellos, se protegían de la noche sin hacer daño a nadie. Les deseó una mejor suerte.

Ya se olía la primavera, los días eran más largos. Vicente seguía pensando lo mismo de su trabajo: lo aborrecía. Afortunadamente su estado anímico siempre mejoraba en esa época del año, así que ya no estaba tan frustrado.



5. No fue tan terrible.


A mediados de abril, una tarde sobre las siete, de vuelta a casa, justo cuando pasaba por delante de ‘La Caixa’, vibró el teléfono. Eran de la Fundació Arrels, tenían noticias de Eduard Blanco. El corazón le dio un vuelco. Fue hacia la calle Riereta y una vez allí le vio de nuevo. Su aspecto era inmejorable, los dos se alegraron al reencontrarse. Eduard le explicó como la noche que habían pasado juntos le había dado fuerzas para volver a intentar hablar con su familia y había funcionado, su mujer lo perdonó y lo estaban intentando de nuevo. Él había conseguido un trabajo como encargado de un parking, mal pagado, como ocurría por toda la ciudad, pero al fin de cuentas, un trabajo. Había pasado unos meses bastante liado y, en parte, avergonzado de su etapa viviendo en la calle y en el piso de Arrels, pero finalmente lo había entendido como un período necesario en su vida y del cual no tenía por qué avergonzarse, sino estar agradecido a la Fundació por lo bien que se habían portado con él. Había decidido hacerse voluntario para dar seguimiento a las personas que viven en las calles de Barcelona, a través del equipo de calle.

- ¿Vicente, me dejas invitarte a una cerveza?
- Eh… Sí, claro, ¿por qué no? ¿Vamos al Candela? Está aquí cerquita, al otro lado de la Rambla de El Raval.
- Sí, lo conozco, vamos.


Una vez allí se sentaron en la terraza con vistas a la Filmoteca. Eduard le volvió a agradecer lo que hizo por él aquella noche tan fría. Un gesto que no se podía quitar de la cabeza, que le había ayudado a volver a tomar las riendas de su vida, que le había llenado de fuerza y esperanza. Vicente le explicó como a él también le había afectado esa noche, y como reencontrarlo se había convertido en una casi obsesión, pero que a su vez le había ayudado también, sacándolo de su monotonía con algo diferente e incomprensible en lo que pensar. Eduard se dio cuenta de algo que no había pensado antes: Vicente, a pesar de tener un hogar, estaba tan solo como él lo había estado en la calle.

- ¿Por qué no te vienes a cenar a casa, con mi mujer y mi hija? Yo la llamo para ver si puede preparar algo improvisado o si tenemos que comprar algo.
- ¿Cómo? ¿Por qué?
- Simplemente hazlo
, hazlo porque quieres. No sé, hazlo por mí. Necesito agradecerte lo mucho que significó esa noche para mí. Mi mujer y mi hija estarán encantadas de conocerte.
- Pero… Yo… No creo que sea una buena idea… Lo siento Eduard, no puedo…
- No digas tonterías claro que puedes, es más, debes.


No fue tan terrible como se imaginó Vicente. La verdad es que la mujer de Eduard, además de muy atractiva, resultó ser muy divertida. Tenía una personalidad fuerte, dominante, cosa que le hizo entender mejor a Eduard. También le pareció una mujer muy lista y Vicente se avergonzó en un par de ocasiones cuando creyó que ella se daba cuenta de las emociones que su marido despertaba en él. Por suerte no hizo ningún comentario al respecto. La hija, en plena preadolescencia, apenas dijo nada en toda la cena, parecía que todo le molestaba. Se moría de la vergüenza al oír la historia de su padre viviendo en la calle, si se llegaran a enterar sus amigas…



6. Quería ayudarle.


Pasaron unas semanas y cuando Eduard lo llamó para saber como estaba, Vicente no dudó en invitarle a cenar. Eduard aceptó, pero le dijo que iría solo, ya que su mujer estaba un poco enfadada con él.

Los dos, solos en casa de Vicente, otra vez, pero en diferentes condiciones. Ya no hacía frío. Eduard era otra persona, ahora se sentía persona. La cena fue agradable, la verdad es que se entendían muy bien, había una cierta complicidad entre los dos, no eran tan diferentes. Eduard notó que Vicente no era feliz y quiso indagar un poco. Quería ayudarle. No tardó en comprobar que la desmotivación de Vicente en el trabajo se había incrementado considerablemente, hasta el punto que pensaba que pronto le caería una buena bronca o incluso que lo despedirían, y le daba igual.

- Ahora que lo pienso – dijo Eduard – Catalina, la señora de administración de la Fundació se jubilará pronto. Supongo que en breve buscarán a alguien que la reemplace, Vicente, tú serías perfecto para el puesto, y lo mejor es que ya te conocen.

A Vicente se le abrieron los ojos, sintió una emoción especial. Se ilusionó de nuevo, hasta se le humedecieron los ojos. De repente supo que eso era lo que quería.

- ¡Mañana mismo les llevaré mi currículum! Sabes Eduard, me encantaría trabajar para Arrels, sería como un sueño hecho realidad.

Desde que hablaron por teléfono Vicente se había imaginado varias maneras de cómo acabaría la cena, pero ésta, sin duda, era la mejor de las posibles.



7. ¿Me ayudarás?


Eduard se sentía muy afortunado, como viviendo una segunda vida. Después de haberlo perdido todo, su dignidad incluida, había sido capaz de sobreponerse y no estaba dispuesto a verse otra vez en la misma situación. No obstante, era consciente que la relación con sus dos mujeres, su hija y su esposa, se había visto afectada brutalmente por la experiencia vivida y de alguna manera tenía que sanar las heridas y volver a tener su respeto, tenía que ganarse de nuevo su amor. Quería que se sintieran orgullosas de él.

Isabel era una mujer de armas tomar, con una fuerza y un magnetismo excepcionales, llena de vitalidad, a la que le encantaba ser el centro de atención y hacer reír a la gente que la rodeaba. Eduard se enamoró perdidamente de ella, la tuvo en un altar desde el día en que se conocieron, la complacía con mil regalos y halagos. A menudo él se quedaba en segundo plano, pero ya le iba bien, y él para ella era como un pilar que la sostenía, que la hacía aún más segura de sí misma. Con la llegada al mundo de Beatriz, las cosas cambiaron bastante, sobretodo los primeros años. Casi dejaron de sentirse el uno al otro. La pequeña, que llegó sin que nadie la hubiera llamado y a la que nadie preguntó si quería llegar, se interpuso en sus vidas. Su intensa vida social, sus viajes, sus trabajos, todo cambió. Beatriz los llenó en muchos aspectos, pero les vació en tantos otros.

Eduard sospechaba de alguna infidelidad pasada de su mujer, pero él no era un tipo celoso y pensaba: ‘ojos que no ven corazón que no siente’ y consiente, añadía él. Nunca le importó estar en un segundo plano, se sentía cómodo. Los pantalones los llevaba ella y le encantaba. A veces pensaba que su mujer era demasiado buena con él.
¿Cómo podía, una mujer como ella, estar con alguien como él? ¿Por qué no le trataba peor? De hecho, a veces fantaseaba y se excitaba llevando tal dominación a terrenos más oscuros.

La respuesta era sencilla, ella lo amaba, lo adoraba. Isabel veía a Eduard como su complemento perfecto. Eduard le daba la fuerza y confianza necesarias para sobreponerse a sus miedos internos, a sus absurdos complejos, a su inseguridad injustificada, a su fragilidad interior. Con la niña, las cosas cambiaron. Sí, ella tuvo algún romance para recuperar esa seguridad que su marido ya no le brindaba, para sentirse deseada, nada serio. Isabel se sintió como la mujer más perversa del planeta por tener celos de su hija, como una mala madre, como una mala esposa, que buscaba medicinas fuera de su farmacia habitual. Pero Isabel le seguía queriendo y deseando con locura, a veces no entendía como él podía ser tan calzonazos y no entendía su actitud sumisa.

Beatriz creció, se hizo una mujer, se unió más a su madre y la balanza se equilibró durante unos años, hasta que la familia se vio azotada, como tantas otras familias, por el tsunami de la crisis económica.

La gran recesión fue causada en su mayor parte por los mercados financieros, los bancos, las élites y las oligarquías empresariales y fue agravada por las medidas de austeridad y contención de gobiernos corruptos, así como por el corte del crédito por parte de las entidades financieras. Esta gran estafa del sistema capitalista la pagó la clase media y obrera de toda Europa que sufrió un enorme expolio capitalista, con recortes en educación, sanidad, servicios sociales, así como en sus derechos laborales y de expresión. Esta clase popular vio como aumentaron las desigualdades sociales y asistieron a un esperpéntico espectáculo de corrupción política. Los dramas familiares causados por el desempleo y los desahucios se multiplicaron sin piedad.

Isabel, harta de ver a su marido sumido en la miseria, tirado en el sofá sin hacer nada, finalmente encendió en cólera. En un ataque de locura digno de una película de Almodóvar lo echó a la calle. Ese día lo que más la molestó fue ver como él no se defendía des sus ataques, al contrario, casi parecía estar deseando que lo maltrataran. Lloró desconsoladamente. No supo nada de él en tres meses. Cuando volvió, cuando le explicó lo vivido, Isabel no se lo podía creer, sintió tanto dolor y pena, que sintió como una patada en el estomago. Se sintió tan culpable que no dudó ni un instante en perdonar a su marido y compensarle por ese tiempo tan terrible que tuvo que sufrir.

Beatriz también quedó muy impactada con lo ocurrido, pero ella responsabilizó y culpó de todo a su padre y no sufrió por él, sino por la vergüenza que esto le causaba. No quería oír hablar del tema, de hecho no quería hablar con su padre de nada.

¿Cómo volvería a tener su respeto? ¿Cómo se ganaría de nuevo su amor? ¿Cómo conseguiría que se sintieran orgullosas de él?



Un día tomando una cerveza con Vicente, lo que se había convertido en algo habitual, y hablando como de costumbre de sus preocupaciones existenciales, Vicente le dio una buena idea:

- Escribe.
- Vale, ¿pero qué?
- No sé, escribe algo, lo que sea.
Algo que tenga que ver con tu experiencia, con lo vivido en la  calle, con Arrels, algo que ayude a otros a salir de la calle, a tener esperanza. Creo que esto podría hacer que tu hija y tu mujer entiendan mejor por lo que pasaste y si funciona, si ven que otros te toman como ejemplo y que tu relato les ayuda, seguro se sentirán orgullosas de ti.
- Mmmmm. Creo que esa una muy buena idea, sí señor, no se cómo se me dará, pero lo voy a intentar. ¿Me ayudarás Vicente?




8. Una vida más o menos normal.


Eduard tenía una vida más o menos normal, trabajaba cómodamente en una multinacional automovilística de Sant Cugat del Vallés. De un día para otro perdió su trabajo. La empresa justificó un ERE amparándose en el descenso de la demanda de sus principales clientes. Fue devastador, 800 trabajadores se vieron de repente sin trabajo. Para Eduard además esto desencadenó un conflicto familiar que acabó en separación, perdiendo el control de su vida, perdiendo su casa, su familia. De repente estaba en la calle, sin más.

Él, como la mayoría de las personas que viven en la calle, no estaba por gusto, no pudo elegir.

Lo primero que hizo fue buscar un lugar donde pasar la noche. Fue encontrando a otras personas. Personas que tampoco eran alcohólicas, ni drogadictas, ni enfermas mentales, eran eso, personas, con los corazones rotos, con los bolsillos vacíos, pero personas. Algunas sí ahogaban sus penas en alcohol, así no tenían tanto frío se decían a ellos mismos, así no sentían ese dolor tan profundo, el alcohol les hacía compañía. Algunos dejaban de ser persona, el alcohol o peor aún, la heroína, les destruía sin piedad.

Una de las cosas que más le preocupó en sus primeros días en la calle fue la gente, la otra gente, la gente que paseaba por la calle, los que sí tenían un hogar. Les miraban, algunos descaradamente, con desprecio y rechazo; otros les miraban de reojo, con lástima o desaprobación, otros parecían negarles la mirada, con gestos de superioridad; y muchos otros no les miraban. La indiferencia le dolía tanto o más que las otras miradas. Ninguna de esas miradas o no miradas se daba cuenta que también les podría pasar a ellos, que la gente que vivía en la calle eran gente normal y corriente, pero sin hogar.

Un día le robaron lo poco que tenía. Un día le despertaron a patadas y carcajadas. Un día un compañero estuvo a punto de rajarlo. Y así día tras día, penuria tras penuria, pasaron tres semanas de infierno. Hambriento, sucio, magullado, sin fuerzas, sin autoestima.

Cuando le explicaron lo de la Fundació no lo dudó ni por un instante. Allí volvió a sentirse un poco más persona, al menos los primeros días.

En el piso compartido estuvo mejor, pero pronto cayó sumido en una gran tristeza y vacío existencial. Estaba seguro, sí, pero su vida no tenía sentido. Charlaba con compañeros, le intentaban animar. Charlaba con voluntarios, le intentaban animar. No lo consiguieron. Estaba agradecido y se sentía culpable por no sonreírles. Se sentía culpable.

Federico era un buen compañero, tenía sus cosas, sus manías, como todos, pero le había ayudado a sobrellevar la nueva situación o al menos lo había intentado. Hasta que se pelearon. Por una tontería, por una memez, pero se les fue de las manos, lo pagaron el uno con el otro.

Después de la pelea con Federico apenas habló con nadie, fue de cajero en cajero, buscando estar solo. Ese era el precio a pagar por sus errores, se decía a sí mismo. Eran los días más fríos del año y por la noche los cajeros estaban cerrados o llenos. Él tenía que estar solo. El frío era parte de la penitencia que debía pagar.



9. Era tarde para volver atrás.


Era tarde, era oscuro, hacia frío, casi estaba nevando. Intentaba no pensar. ¿Y si se quedaba dormido y no se despertaba? ¿Y si volvía a casa? Ya no tenía casa. Hacía frío. No quería pensar, simplemente esperaría que se hiciera de día. Estaba sentado en un cartón en el portal de “La Caixa”. Frío. Esa oficina cerraba el cajero por la noche para evitar que gente como él, !gente! lo ocuparan. Frío. Pasó por delante un hombre y pensó: ese hombre vuelve a su casa después de trabajar. Sintió un fuerte anhelo, una tristeza desmesurada que se vio en parte reconfortada al ver que se paraba y volvía hacia él, que le miraba a los ojos y le hablaba.

- Disculpe... Me imagino que no tiene casa... ¿Realmente, no tiene donde ir? Esta noche hace demasiado frío para quedarse aquí fuera. – La voz del extraño le sonó dulce y honesta.
- No, no tengo nada. ¿Qué quiere? - Le respondió él nerviosamente.
- Ah, mmm... Lo siento. Lo siento mucho. No quiero nada, perdóneme. – El hombre hizo una larga pausa y continuó. – Venga a mi casa, por esta noche, no es gran cosa pero le aseguro que se está mejor.
- ¿Cómo dice? ¿Se ha vuelto loco? No me conoce de nada – Contesto Eduard incrédulo. - Pero... ¿Seguro?
- Sí, seguro, con seguridad. – Afirmó el extraño amablemente.
- Vale. – Eduard no sabía bien qué estaba haciendo ni qué decir. Estaba congelado y esa persona le transmitía calor, calor humano.


Ya era tarde para volver atrás, para cambiar de opinión. El hombre parecía buena persona, igual era una locura, pero no tenía nada que perder. Caminaron sin decirse nada hasta el portal de su casa.



10. Déjate llevar.


¿Me ayudarás Vicente? La voz de Eduard resonó en la cabeza de Vicente, una y otra vez.

- Claro que sí Eduard. Para empezar sólo necesitas una hoja en blanco. Y luego déjate llevar, a ver qué sale. Yo te ayudaré.
Eduard se levantó e hizo un gesto para que su amigo también se levantara. Los dos hombres se fundieron en un sentido abrazo.



Vale. Sí, seguro, con seguridad. ¿Seguro? Así, como lo haces, lo haces bien. ¿Cómo? Sigue. Ya lo estoy haciendo. Simplemente hazlo. ¿Por qué? No sé, escribe algo, lo que sea. Vale, ¿pero qué? Escribe. Hoja en blanco.





Agradecimientos:
Montse, Elisa y Cándido por vuestras ideas, correcciones y ánimos.
Enforex por esas tardes tan aburridas que me empujaron a empezar.